Comentario
La Revolución Soviética de 1917 comprometió de tal modo la construcción de la vanguardia que esa experiencia histórica ilustra ejemplarmente el principio y el fin de una utopía, la de la relación entre vanguardia política y vanguardia artística. Sin embargo, entre el año 1917 y los años treinta la posibilidad de comprobar históricamente cómo el sueño de la vanguardia podía hacerse realidad social y política sedujo a numerosos arquitectos y artistas europeos.Con anterioridad a la Revolución, la vanguardia había penetrado en la cultura rusa, desde las investigaciones formalistas sobre el lenguaje que tanta influencia tendrían en la construcción de las vanguardias más radicales, a los ecos de las vanguardias europeas a través del cubofuturismo, del rayonismo o del suprematismo. De Malevich a Maiakovski, la vanguardia rusa no tardaría en comprometerse con una utopía que, nacida en el seno de las prácticas artísticas, buscaría vincularse a la construcción del socialismo, aspirando a la configuración formal de la nueva sociedad revolucionaria. Lo que De Stijl soñaba sin revolución, o lo que Le Corbusier buscaba exclusivamente con los medios disciplinares de la arquitectura.La arquitectura podía ser entendida como un enorme objeto social o bien asumir su autonomía disciplinar como la garantía más apropiada para preservar su carácter revolucionario. Y esa dialéctica cruzará la trágica aventura de las vanguardias y su compromiso político en la antigua URSS. A. Gan lo resumía ejemplarmente en un artículo publicado en 1924 sobre la pintura de Malevich, señalando cómo sus composiciones suprematistas planteaban tales dudas sobre su significación ideológica que no se sabía si interpretarlas como ilustración de la descomposición de la burguesía o, al contrario, como el ascenso de la joven clase del proletariado. En todo caso, una actitud sí parecía compartida, la del rechazo del pasado y de la historia que afectaba tanto a los comportamientos revolucionarios como a la práctica del arte y de la arquitectura. M. Chagall lo representó con elocuencia en Paz a las cabañas, guerra a los palacios (1919).En este contexto el Futurismo representó un revulsivo, una apuesta por la modernidad y la velocidad y una crítica ácida sobre el pasado. Pero se trataba tan sólo de una negación necesaria. Su violencia presagiaba el silencio, mientras que la abstracción del Suprematismo de Malevich desde su silencio proyectaba la construcción del futuro. La investigación formalista y de laboratorio de este último, su reducción de la pintura a puro signo, pronto se proyectaría hacia la arquitectura, o mejor, como en el neoplasticismo, hacia las maquetas, sus conocidas Architektone de los años veinte. Modelos que no son sólo aplicación, espejo y reflejo de la pintura, sino que se ofrecen a representar lo imaginario. No son sólo luminosas esculturas, ni las de Malevich ni las de Tatlin, sino sobre todo proyección de planos y volúmenes en el espacio: el verdadero alfabeto del constructivismo. El propio Malevich titulaba sus Architektone con los nombres de las letras y, en 1920, enunciaba sus intenciones: "El Suprematismo, en su evolución histórica, ha tenido tres etapas: del negro, del coloreado y del blanco. Todos los períodos han transcurrido bajo los signos convencionales de las superficies planas al expresar, diríase, los planos de los volúmenes futuros, y efectivamente, en el momento actual, el Suprematismo crece en el tiempo, volumen de la nueva construcción arquitectónica... Habiendo establecido los planos determinados del sistema suprematista, la evolución ulterior del Suprematismo, en adelante arquitectónico, lo confío a los jóvenes arquitectos, en el sentido amplio del término, pues veo la época de un nuevo sistema de arquitectura sólo en él".La Revolución apoyará con institutos especializados y con la reforma de las enseñanzas artísticas y arquitectónicas la nueva cultura de la vanguardia. Artistas, arquitectos e intelectuales como Maiakovski, V. Tatlin, El Lissitzky o Malevich tendrán así la oportunidad de hacer institucional la vanguardia. Dos términos, por otra parte, casi contradictorios. El constructivismo, aunque cabría hablar de los constructivismos, intenta vincular las tendencias de laboratorio y sus investigaciones sobre el objeto artístico y la muerte del arte a la construcción de la arquitectura, entendida también como construcción del socialismo. La idea de la funcionalidad social del arte inicia su compromiso revolucionario.Los productivistas del LEF (Frente de Izquierda de las Artes) abogan por la disolución del arte en la vida, en la producción. Son los años en los que El Lissitzky proclama su concepto de Proun, como construcción creadora de formas, y Tatlin construye su maqueta del Monumento a la III Internacional (1919), esa suerte de Torre de Babel construida, según Slovski, de hierro, vidrio y revolución. El Lissitzky, además, fue uno de los más importantes artistas empeñados en hacer internacional también al Constructivismo. En 1923 expuso en Berlín su Proune Raum o espacio de demostración, verdadera declaración de los principios constructivistas. De su obra afirmaba que la pared no puede concebirse como cuadro pintura. Pintar paredes o colgar cuadros de la pared son acciones igualmente erróneas. El nuevo espacio no necesita y no quiere cuadros. Tatlin, por su parte, comentando su Torre, señalaba que "habían empezado a combinar en una forma artística materiales como hierro y cristal, los materiales del nuevo clasicismo, comparables, en su severidad, al mármol de la antigüedad". Metáfora de la adhesión de las vanguardias y del Movimiento Moderno a la máquina y a la técnica.El Constructivismo en arquitectura tuvo, además, un lugar privilegiado de meditación en el apoyo institucional a través de organismos como el VCHUTEMAS (Facultad de Arquitectura), y de asociaciones de arquitectos como la ASNOVA, promovida por N. Ladovski. De hecho, la actividad pedagógica del VCHUTEMAS, planteada como una rigurosa investigación sobre la especificidad formal de la disciplina, estuvo en los orígenes metodológicos de la ASNOVA, en la que participaban los arquitectos más vinculados al formalismo como K. Menikov o N. Ladovski. Abstracción formal y extrañamiento de la producción que, sin embargo, no afectó a la seducción que sentían por el mito de la máquina y de la industria.Otros arquitectos como los Hermanos Vesnin, M. Guinzburg o I. Golosov, comprometían su formalismo con la producción y con el proceso revolucionario. Un compromiso que planteaba la disolución de la arquitectura en la ideología del Plan, entendida como parte de la planificación económica y social. Un drama que no tardaría en fragmentar la utopía, rompiéndola en los pedazos del realismo socialista. Drama en el que participarían otras asociaciones de arquitectos como la VOPRA (Unión de Arquitectos Proletarios) o la OSA (Unión de Arquitectos Contemporáneos), con la que algunos arquitectos del constructivismo intentaron acentuar el compromiso político de la vanguardia, entre los que se encontraban Guinzburg y los Vesnin.Metáforas del industrialismo, funcionalismo tecnológico, entendidos casi como una aspiración, más que como una realidad, unidos al formalismo utópico de un Ladovski, quizás el arquitecto más riguroso de esos años, son constantes de una poética y de una nueva imagen disciplinar de la arquitectura que no ha cesado de seducir hasta tiempos recientes. Experiencias y vanguardias sobre la forma de la arquitectura, en las que la memoria parece haber desaparecido tan radicalmente como la sociedad capitalista y burguesa, y que, además, profundizan en algunos de los problemas tipológicos decisivos del Movimiento Moderno, desde los condensadores colectivos, a la vivienda mínima, a las fábricas, a la nueva imagen arquitectónica del poder o la nueva idea de la ciudad socialista.Clubes obreros, de Melnikov o Golosov, rascacielos como los de El Lissitzky, pabellones como el de la URSS en la Exposición de Artes Decorativas de París (1925), arquitecturas puras y autónomas como las de Ladosvki (Instituto Lenin de Moscú, 1927), constituyen un legado irrenunciable que supieron admirar arquitectos como Le Corbusier o Gropius. Es más, muchos arquitectos vieron la posibilidad de construir sus utopías en la URSS y colaboraron con entusiasmo en muchos de los concursos realizados para proyectar la arquitectura y la ciudad de la nueva sociedad revolucionaria. Sin embargo, como ha señalado F. Dal Co: "No puede sorprender que la ciudad formalista del futuro, que como pura forma era indiferente a aquellos contenidos, sólo pueda convertirse en silenciosa utopía". El Concurso celebrado para la construcción del Palacio de los Soviets, en 1931, al que se presentaron los constructivistas soviéticos y los racionalistas europeos, como Le Corbusier o Gropius, puso fin al sueño. El realismo socialista, la arquitectura académica y monumental, de B. Jofan, ganó retóricamente el concurso.